martes, 21 de abril de 2015

La noche del búho y la caza de ranas

En el autocar de línea viajaban Benjamín, Paco y Vicente junto a los padres de este... y mucha más gente, lo cual no era de extrañar puesto que se trataba del inicio de las vacaciones de Semana Santa. Al llegar a Daimiel se dirigieron a la gran casa familiar y pasaron sin pena ni gloria esa primera noche.

A la mañana siguiente se levantaron muy temprano, desayunaron y prepararon todas las cosas: tienda de campaña, latas de comida, mantas, cacharros de cocina y hasta una escopeta de perdigones (1) y una vieja máquina de fotos. La mochila estaba hasta los topes, pero eran tres para irse turnando.

Se despidieron y atravesaron las calles, dejaron atrás el pueblo, se adentraron en el serpenteante y polvoriento camino que llevaba a la finca, en la que en esos días no habría nadie mas que ellos, aunque no pensaban hacer uso de las comodidades de aquella casa, sino que se instalarían en sus alrededores con la tienda de campaña que habían llevado. No era mucha la distancia a que se encontraba dicha finca del pueblo, poco más de dos kilómetros, pero el equipaje (la mochila) pesaba una barbaridad y Benjamín era el que más tiempo la llevaba. Vicente, eso sí, se dedicaba a hacerle fotos, así cargado, durante el camino, para dejar recuerdo para la posteridad... aunque lo único que se veía luego en las fotos era una gran mochila... con patas.

Al llegar a la cuestecilla del pedo (2) descansaron un rato junto a unos muros levantados pacientemente por los campesinos con las piedras que iban quitando de las tierras de cultivo, dedicadas principalmente a la viña. Desde lo alto de ese muro se divisaba la fina: una gran alberca circular rodeada de árboles, de donde partía un sendero que iba a terminar en una gran masa frondosa de olmos, junto a una caseta que protegía la bajada al pozo y una alberca más grande aún, cuadrada, sombría, con diversas saludas para esparcir su agua por los campos circundantes. De allí nacía un camino flanqueado por almendros y salpicado de lilos, el cual llevaba hasta la casa. Al coincidir la Semana Santa con la primavera en todo su esplendor, tanto los almendros como los lilos mostraban sus flores iluminando el paisaje y esparcían su aroma que embriagaba desde la distancia con su perfume. Decididos como iban, a estar en contacto con la naturaleza, su destino no era, pues, la casa, sino aquella rotonda de olmos centenarios junto a la gran alberca.

Cuando llegaron, lo primero que hicieron fue instalar la tienda, después prepararon un pequeño resguardo con piedras para poder cocinar cómodamente, y finalmente se dedicaron a inspeccionar los alrededores. La comida fue sabrosa, latas variadas, huevos fritos y pan de pueblo tiernecito.

El resto del día lo pasaron por allí, paseando, conociendo y sintiendo la naturaleza. Vieron los pequeños escarabajos negros cuya impresionante fuerza les hacía escapar a pesar de las piedrecitas que les iban poniendo encima para comprobar su capacidad de aguante. Paco, fisgoneando el interior de un tronco, hizo un interesante descubrimiento: multitud de cráneos y huesos de pajarillos. Aquél debía ser el “comedor” de un búho o ave similar, cuya alimentación es a base de grandes insectos, pequeños roedores y pequeñas aves, que ingieren enteras para después echar unas pelotas de excrementos conteniendo las plumas, los huesos y demás materiales no digeridos. Realmente, pensaron después, aquello no debía ser el “comedor” sino el “váter” (3). Quedaron entusiasmados con aquél descubrimiento y comenzaron a profundizar en él, extrayendo abundante material para su estudio, separando y clasificando los huesos de aves y roedores. Aquella era la parte positiva del hallazgo; la negativa llegaría después.

Llegó la noche y a la luz del fuego cenaron tranquilamente en animada conversación, haciendo planes para el día siguiente. Comenzaba a hacer frío y se metieron en la tienda para dormir. Tendrían que haber alquilado una tienda mayor que aquella, pues a pesar de ser para cuatro plazas resultaba un poco estrecha. Se fabricaron almohadas con sus respectivos jerséis y chaquetones, y dieron mil vueltas hasta que por fin se acomodaron a gusto. Benjamín cerró la cremallera de la tienda y se dispusieron a dormir.
-                     ¡Voy!... ¡Voy!... ¡Voy!...
-                     ¿Qué es eso? –se preguntaron al unísono. Callaron de nuevo, aguzaron el oído, hubo un lapsus de silencio.
-                     ¡Voy!... ¡Voy!... ¡Voy!...
-                     Me parece que es un búho –dijo Paco.
-                     Pues lo tenemos encima de nuestras cabezas –añadió Vicente.
-                     ¡Cállate biiichoooo! –“susurró” Benjamín.
De nuevo se hizo el silencio. Pero unos minutos después volvió a escucharse la misma canción
-                     ¡Cállate bicho! –gritó Vicente, dando un manotazo a la lona de la tienda de campaña.
Otro silencio y un poco después...
-                     ¡Voy!... ¡Voy!... ¡Voy!...
-                     ¡El que voy a ir soy yo! –dijo Paco incorporándose- ¡Dame la escopeta! –añadió.
Cargaron la escopeta y cogieron un puñado de perdigones. Benjamín encendió la linterna y salieron los tres. Con el haz de luz enfocaron palmo a palmo todas las ramas, pero allí no se veía nada. Paco hizo varios disparos, pero nada se vio, ni se oyó, ni se movió. Regresaron a la tienda y estuvieron despotricando (4) un rato, hasta que se acomodaron de nuevo para intentar dormir.
-                     ¡Voy!... ¡Voy!... ¡Voy!...
Una bocanada de ira y de resignación les subió a la cara. Ahora, ya sin prisas, salieron otra vez de la tienda. Y otra vez la linterna, los disparos, los gritos, los paseos... A la tienda, a echarse y a cerrar los ojos...
-                     ¡Voy!... ¡Voy!... ¡Voy!...
Comprendieron que era inútil cuanto pudieran hacer y por lo tanto no les quedaba otra salida que la resignación. Cerraron los ojos, sin poder dormir, hasta que de madrugada el cansancio les venció... y el alborotado gorjear de los gorriones saludando el nuevo día... les despertó.

Poco a poco se fueron levantando, desentumeciendo los músculos y restregándose los ojos. Encendieron fuego y prepararon un buen café que les despejase y tonificase. El aire sano, el olor de la leña, el café y unos bollos del día anterior, les dieron fuerzas y, levantándose, emprendieron un paseo en dirección a la casa. Penetraron con todos los sentidos la naturaleza desbordante, parándose ante cada flor, ante cada insecto; vieron la explanada en donde en otra excursión, con más amigos, habían jugado un extraño partido de fútbol; extraño porque de vez en cuando un jugador desparecía del terreno de juego y cuando se daban cuenta, lo veían subido a una morera inflándose de moras.

A la hora de comer, en la rotonda, Paco tuvo una idea: descubrir el nido del búho y poner allí algo que lo asustara; y de paso, curiosear y buscar más esqueletos. El olmo, sin embargo, era demasiado alto. Lanzaron una cuerda, pero no llegaba a engancharse en las ramas gruesas, capaces de sostenerlos. Apoyándose en el tronco hicieron una pirámide: Paco en la base, Vicente de pie sobre sus hombros, y Benjamín de pie sobre los hombros de Vicente. NI siquiera así tuvieron opción de continuar escalando, sino sólo el riesgo de salir escalabrados.

El día transcurrió tranquilo, pero cuando llegó la noche y estaban cenando junto al fuego, Benjamín hizo recuento de provisiones y dio la voz de alarma:
-                     No nos queda casi nada de comida, con mucho para una vez más.
Habían previsto inicialmente prolongar la estancia dos días más y no estaban dispuestos a volver antes de tiempo; a volver como fracasados y escuchar: “Pero si ya os lo decíamos...”.
-                     Pues aguantaremos como sea –se dijeron.
-                     ¿Acaso no tenemos una escopeta? Pues vayamos de caza –apostilló Paco.
Recogieron los cacharros de la cena y se dispusieron a volver a la tienda.
-                     Creo que ¡Voy!... ¡Voy!... ¡Voy!... a acostarme –dijo Vicente.
Y los demás, con resignación, le siguieron. Y en seguida llegó su amigo búho a contarles sus últimas aventuras, en ese extraño idioma del que solo entendían una palabra: ¡¡Voy!”. Pero el organismo humano es maravilloso, a todo se acostumbra y, aunque con trabajo, pronto se durmieron; era demasiado el peso del cansancio que arrastraban.

Amaneció un día espléndido y con toda la ilusión del mundo hicieron los preparativos de la gran cacería que iban a emprender. El destino era la Albuera, una tabla formada por la afloración de las aguas del río Guadiana. Desayunaron café con galletas, llenaron la cantimplora y, llevando una bolsa para guardar la caza y un bote grande de Nescafé, vacío, por lo que pudiera surgir, partieron de expedición.

En esas primeras horas de la mañana el movimiento de la vida en la tabla era considerable. La fuerza de la vida les enervaba  los músculos y el hambre... comenzó a aguzarles también el ingenio. Estaba claro que con una simple escopeta de perdigones poco podían cazar. Caminaban así, pensando, entre las cañas partidas de la ribera, cuando una rana saltó frente a ellos. Los tres, al unísono la miraron y acto seguido se miraron entre ellos.
-                     ¡Ranas! –gritó Benjamín.
-                     ¡Sí, ancas de rana! –añadieron Vicente y Paco, mientras los ojos se les encendían.
Paco apuntó con la escopeta y disparó. Falló el disparo.
-                     Tranquilos, no importa; tenemos tiempo y perdigones, y además hay muchas ranas –comentó Paco tratando de poner serenidad en aquella inesperada situación.
Benjamín y Vicente, a modo de ojeadores, se abrieron hacia los lados. Paco, avanzando muy despacio, tenía el dedo impaciente en el gatillo.
-                     ¡Rana! –gritó Vicente.
Se oyó un disparo y la rana dio su último salto. Benjamín se abalanzó hacia ella, aún convulsionándose, y la metió en el frasco de Nescafé.

La mañana avanzaba fructífera y el bote estaba prácticamente lleno. Alguien se les acercó; era un guarda forestal.
-                     Buenos días –lo saludaron.
-                     Buenos días, ¿qué hacéis por aquí?
-                     Pues nada, de caza –respondió Vicente.
-                     Pero ¿no sabéis que está prohibido cazar? –les interpeló el guardia, al tiempo que miraba intrigado la bolsa.
-                     ¿No me diga que hay veda de ranas? –le preguntó Benjamín mientras sacaba de la bolsa el frasco de Nescafé con los cuerpos inertes de las ranas y se lo mostraba al guarda.
El guarda esbozó una sonrisa y ellos respiraron aliviados.
-                     Bueno, pero solo ranas ¿eh? –apostilló el agente de la Autoridad.
-                     Sí, claro –respondieron los tres.

El guarda siguió su camino y ellos el suyo, cazando alguna rana más. Una vez que el peligro del guarda había desaparecido, volvieron a estar atentos ante cualquier cosa que se moviera y fuera comestible. Fue así como descubrieron a unos veinte metros de distancia, un ligero movimiento en un matorral de juncos en el agua, muy cerca de la orilla. Quedaron petrificados, con todos sus sentidos alerta.
-                     Parece un pato –susurró Vicente.
Paco, que llevaba cargada la escopeta y varios perdigones dispuestos en la boca, se aprestó a disparar a la cabeza o cuello (únicos puntos vulnerables para un sencillo perdigón) de lo que saliera. El terreno donde se encontraban no ofrecía peligro. El suelo era sólido hasta el borde mismo del agua. Sin embargo, si allí había un pato o cualquier otro animal, este tendría todas las ventajas de su parte, al ser atacado por tierra, de disponer de toda la tabla para salir huyendo. Así lo comprendieron ellos y Vicente, más próximo al agua, le susurró a Benjamín que se alejase tierra adentro, diese un rodeo grande, se metiese en el agua y se acercase a ese matorral de juncos por detrás para cortarle la retirada. Así lo hizo mientras los dos permanecían inmóviles. No obstante, Benjamín no se fiaba de las tranquilas aguas y cogió dos largos palos para ir tanteando la solidez del fondo –que ya habían comprobado era pantanosa en muchos lugares- antes de dar cada paso. Tal como estaba, vestido, con botas, y con sus palos, se metió en el agua y se adentró cinco o seis metros. El agua le llegaba por encima de la rodilla y el suelo, afortunadamente, se mostraba firme.

Por fin se halló situado por detrás del matorral de juncos, dentro del aguan cortando la retirada. Se detuvo esperando nuevas órdenes. Paco avanzó unos metros con gran sigilo y apuntó hacia el último lugar en donde había detectado movimiento. Hizo un gesto indicando que ya estaba listo y Vicente, agazapado, fue avanzando para levantar la presa. Faltaban tres metros escasos para llegar al lugar cuando algo grande, con plumas, salió volando. Paco disparó y Benjamín alargó en vano los brazos; se había escapado, pero al instante de decepción siguió otro de máxima excitación: allí chapoteaba algo... ¡eran dos crías! Con más rapidez que nunca, Paco cargó de nuevo la escopeta y de un disparo atravesó el cuello de una de ellas; la otra se refugió de nuevo entre los juncos. Benjamín soltó uno de los palos y se abalanzó corriendo. En un instante recogió la pieza abatida y se la echó a Vicente, que no perdía de vista a la otra. Benjamín, con el palo, la hizo salir de su escondite y, cerrándole el camino, logró atraparla viva.

Saltaron de alegría mientras recogían la presa viva de sus manos y le ayudaban a salir. Ante, sin embrago, Vicente quiso inmortalizar ese momento con su vieja máquina de fotos. Le dijo a Benjamín que permaneciese en el agua con los palos.  Con el nerviosismo de la exitosa cacería, Vicente no atinaba a preparar el encuadre adecuado y graduar la máquina de fotos con la abertura de diafragma y velocidad de obturación necesarias para que saliera bien la foto. Tanta tardanza, mientras él seguía allí dentro del agua, con sus botas y pantalones mojados, acabó por agotar la paciencia de Benjamín que, finalmente, salió en la foto con cara de cabreo y así quedó para la posteridad. Pero el éxito de la cacería pronto le quitó el enfado.

A la presa capturada viva la encerraron en la bolsa para que no se escapara y así, uno con la bolsa, otro con el frasco de ranas y otro con la escopeta y la cantimplora, emprendieron con satisfacción el camino de regreso. Benjamín, que de muslos para abajo iba empapado, estaba tan contento que hasta un tiempo después no se dio cuenta de que algo le molestaba en una pierna. Se detuvieron un momento, se quitó los pantalones y vio con desagradable sorpresa: ¡dos sanguijuelas! Sacó el cuchillo de monte, las quitó y raspó bien la zona, y continuaron su camino.

La comida esta vez presentaba grandes alicientes: eran “el hombre cazador”. Sobre una piedra plana, Benjamín fue separando las ancas con el cuchillo. Después seccionó el pollo muerto mientras trataban de averiguar de qué animal se trataba; los rasgos no ofrecían dudas, eran dos crías de gallinula chloropus o polla de agua; una mezcla de gallina y pato, que vive como estos últimos pero cuyas patas no tienen membranas interdigitales y su pico es puntiagudo como el de las gallinas. Una vez preparado, lo echaron a la sartén y lo frieron, completando la comida con una de las últimas latas que les quedaban.

Luego por la noche, al ir a acostarse (ahora los cuatro, puesto que al grupo se había unido un nuevo componente, la cría de polla de agua) arroparon con un trapo al superviviente de la cacería al que en vano habían intentado darle de comer esa tarde. Poco después, como de costumbre, el búho hizo acto de presencia y debió pensar que aquello no iba a alterar sus planes, así que no faltó a su cita cantora.

A la mañana siguiente, las primeras miradas se dirigieron al nuevo huésped.
-                     Está muerto –señaló con tristeza Paco, mostrando el cuerpecito inerte.
-                     ¡Qué bien, ya tenemos comida para hoy! –le respondieron Benjamín y Vicente.
Y así, de esta forma, consiguieron aguantar otro día, tal como se habían propuesto desde el principio. Tras esta aventura, regresaron finalmente sucios a más no poder, cansados, ojerosos, hambrientos... pero alegres y victoriosos.

Hubieran podido pasar esos días tranquilamente en la casa del pueblo, con las personas mayores, limpios, descansados, bien alimentados... De haberlo hecho así, nunca más lo habrían recordado.

(1) Escopeta de aire comprimido. (2) Debe su nombre a lo empinado de su ascensión que hace que las mulas, al subirla, se tiren pedos. (3) Excusado, servicio, WC. (4) Maldiciendo.

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