El Karting o Kart es una disciplina perteneciente al
deporte del Automovilismo. Se practica con unos vehículos especiales de motor,
llamados “karts” en un circuito cerrado. El Karting es la modalidad por
excelencia para la formación de los pilotos y el kart suele ser el primer
automóvil de competición con el que debutan los aspirantes a piloto
profesional, algo que suele suceder en edades tan tempranas como a partir de
los ocho años. Pues bien, en mi caso, aunque también he practicado el Karting
debo decir que ha sido al revés: ha sido en la edad madura, y no en la infancia
o juventud, cuando he pilotado alguna vez estos bólidos (también debería
aclarar que cuando yo era niño o cuando yo era joven, esto no existía, y lo más
parecido a un kart era una caja de madera a la que se ponían cuatro ruedas y se
echaban a rodar cuesta abajo por una calle adoquinada del pueblo).
En realidad, mi experiencia en este deporte ha sido más
bien escasa, testimonial, diría, habiendo participado únicamente en dos
carreras, ambas en el circuito Carlos Sainz, de Madrid. En la primera ocasión
acudí con varios miembros de mi familia y de la familia de mi yerno. Lo primero
que se siente al llegar allí es el profesionalismo, con un circuito
perfectamente dotado de todos los adelantos. Además, y ya de entrada, cuando te
apuntas para correr en una carrera, en la que participarán 10 ó 15 pilotos
(evidentemente –en este caso- habría varios miembros de la familia pero también
otros muchos pilotos ajenos a la misma), te dan el mono de piloto y el casco.
Eso es bueno porque te sientes como un auténtico piloto profesional, pero lo
malo es que ese mono y casco dan tanto calor que tan pronto como te los
enfundas, aquello parece más una sauna que un circuito automovilístico.
En este debut en el mundo del Karting, donde corrí varias
carreras, guardo recuerdos agradables y otros no tantos. En lo positivo, la
sensación de velocidad y competitividad que se respira, el placer de conducir
esos coches, y la hoja que te entregan al final en donde puedes ver todas las
estadísticas: posición ocupada, velocidad media y velocidad máxima, número de
vueltas, etc. En lo negativo, aparte del calor insoportable, lo resentida que
acaba la espalda al final de las carreras y el tener que competir con otros
pilotos que parece que se están jugando la vida, porque una cosa es correr lo
más deprisa posible y otra muy distinta ir como un loco. Eso era, en efecto, lo
que hicieron muchos de aquellos pilotos ajenos que competían con nosotros; no
les bastaba con pisar el acelerador a tope (debían pensar que estaba prohibido
pisar el pedal del freno) sino que te adelantaban sin ningún miramiento, te
arrinconaban, te empujaban... se creían que estaban en los coches de choques de
las Ferias y no paraban de golpearse con las paredes en todas las curvas y con
los contrarios cada vez que los adelantaban. Total, que yo me sentí muy
orgulloso de comprobar al final cómo había mejorado mis tiempos de una carrera
a otra, aunque por detrás de mí sólo quedaron... las mujeres.
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Para terminar, contaré una anécdota que no tiene que ver
con el Kárate salvo que la misma se produjo en esa presentación. Había
contratado un operador de cámara para que filmase todas las intervenciones y
nos entregase después un video. Sé que los andaluces tienen fama de vagos, pero
este les daba sopas con ondas a todos (aunque esto lo averigüé después). Eso
sí, fue cumplidor y al día siguiente nos entregó la cinta que había grabado y
la correspondiente factura (menos mal que se pagaba a 90 días). Al llegar a
Madrid nos pusimos a visionar la cinta. Buen comienzo, primera presentación, el
primer orador hablando desde su atril, perfecto, buena imagen, buen sonido, el
orador sigue hablado y... ¡oh, sorpresa! el orador se mueve por el escenario
con el micrófono en una mano y el puntero en otra para señalar algo en la
pantalla donde se iban proyectando diapositivas y... la cámara seguía fija
enfocando el atril que había quedado vacío. “¿Qué es esto? ¡No puede ser!” nos
decíamos extrañados. Pero la presentación seguía avanzando y se escuchaba la
voz del orador... pero no se le veía. Comenzamos a pasar la cinta deprisa y...
¡oh, incredulidad! todo seguía igual. De vez en cuando el orador se acercaba al
atril y luego se retiraba, pero la cámara seguía enfocando el atril vacío. Y
así fue toda la cinta. El tío que habíamos contratado (no me parece oportuno
decir “el profesional que habíamos contratado”) había montado la cámara en su
trípode, le había dado al “Rec” y se había ido a tomar cañas. ¡Y encima nos
adjuntaba esa cinta junto con su factura!
Ni que decir tiene que además de echarle una bronca no se
le pagó la factura... y era tan vago que ni siquiera se esforzó ni en reclamar
ni en pedir disculpas. “Que no se hubiesen movido tanto”, creo recordar que
llegó a decir para justificarse. Ahí sí que hubiera venido bien una exhibición
de Kárate teniéndole a él como sparring.
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Menos mal que al dar título a este capítulo he
especificado que mi relación con el Kárate no fue como karateca sino como
empresario, porque si no ya estaríais preguntando: “¿Pero es que también
practicaste Kárate?”. En este caso, mi relación con este deporte ha sido muy
esporádica aunque no por ello menos significativa. En primer lugar recuerdo que
mi hija mayor (cuando era pequeña) se apuntó a clases de Kárate, por lo que no
era raro ver en mi casa el clásico kimono, los cinturones que iban cambiando de
color según progresaba adecuadamente, etc., así como escuchar los gritos que se
dan (digo yo que será para asustar al contrario) cuando hacía algún ensayo en
casa. Aparte de esto, y asistir como espectador a un campeonato en donde
participaba (lo importante era participar, así que ya sabéis el resultado) no
tuve más relación con este deporte... hasta el año 1987.
Trabajaba entonces en la compañía de agroquímicos
ICI-Zeltia (hoy Syngenta) como Jefe de Publicidad y un buen día llegó el
momento de lanzar un nuevo insecticida cuyo nombre comercial sería “Kárate”
(lambda-cihalotrin). Siendo yo el Jefe de Publicidad me correspondía el honor
de crear la campaña de publicidad para su lanzamiento y, en este caso, estaba
claro que debía girar sobre el Kárate para que la imagen del deporte y el
nombre de marca del producto se asociasen de inmediato; es más, la idea era que
esta asociación fuese tan evidente que cada vez que algún agricultor oyese,
leyese o viese algo de Kárate, inmediatamente le viniese a la mente la imagen
de marca de nuestro insecticida.
Lo primero que hice, no obstante, fue estudiar el
producto, y pude comprobar cómo se trataba de un insecticida muy potente que
necesitaba una dosis de sólo 15 gramos por hectárea y esta bajísima
concentración no hacía daño a las abejas ni a otros insectos beneficiosos, ni
dejaba residuos significativos en el suelo. Ya tenía la clave. Mi eslogan fue
“Kárate, lucha limpio”. ¡El fair play llevado a la publicidad! Ese slogan,
junto con el logotipo del producto figuró en todo tipo de materiales y
artículos publicitarios (folletos, carteles, anuncios prensa, vallas, cabinas
telefónicas (donde se veía a un karateca a tamaño real), camisetas, gorras,
bolígrafos... y ya que se trataba de Kárate, también cinturones. En los
folletos se comenzaba diciendo “Si las plagas pueden con Vd...” y se continuaba
con la solución: “Deles un golpe de Kárate”. Después, tras exponer sus características,
ventajas y aplicaciones, se concluía diciendo que Kárate era “El golpe
definitivo contra las plagas”.
Llegó la hora de preparar la gran reunión de presentación
a los principales cliente, 240 distribuidores de toda España, a quienes
reunimos en el Hotel Los Lebreros, de Sevilla, que tiene un espectacular
auditorio. En aquél marco debía sorprender a la audiencia y a ciencia cierta
que lo conseguí porque nadie de fuera y casi nadie de dentro de la empresa supo
qué sorpresa tenía preparada: ni más ni menos que una exhibición muy especial
de Kárate. De cómo cuidé todos los detalles sirva de ejemplo cómo inspeccioné
minuciosamente el escenario y me preocupé al encontrar en el suelo del mismo
unos cajetines bajo los cuales había enchufes. Esto sería muy útil en cualquier
otra circunstancia, pero si iban a estar sobre ese suelo varios karatecas
zurrándose la badana y dándose costalazos contra el suelo, los pequeños
salientes de esos cajetines podían provocarles alguna herida. Pensado y hecho:
salí a la calle a buscar unos fieltros autoadhesivos, los recorté y los pegué
sobre dichas tapas. Ya no habría posibilidad de accidente involuntario.
La sesión de presentación se desarrolló como era
habitual... hasta que llegó el momento en que dijeron: “Y ahora os tenemos que
presentar una sorpresa” (es lo que yo les había dicho que dijesen para anunciar
mi intervención). Salí al escenario y muy serio me dirigí a la audiencia,
diciéndoles que habíamos traído a los mejores especialistas de kárate (ellos
pensaban que me refería a expertos conocedores del producto) para que allí
mismo nos demostrasen sus cualidades. Miré a la audiencia y pude comprobar
satisfecho sus caras de expectación, así como las caras de muchos compañeros y
directivos que no sabían de qué iba la cosa. Todos pensaban que sería o una de
mis habituales bromas o bien que iba en serio y había invitado a expertos en la
lucha contra las plagas. Entonces comencé a presentarlos y según los nombraba
iban apareciendo en el escenario en medio de un run run de comentarios de
sorpresa.
Estos fueron los “expertos” que llevé a aquella
presentación como cierre de la misma: “Ana y Mayte San Narciso, María Luisa
Esclarín y María Victoria Garcés”. Aparecieron ellas, chicas jóvenes y bien
parecidas, con sus flamantes kimonos de Kárate. Pero no eran unas karatecas cualquiera
y así se lo hice saber a la audiencia, añadiendo: “Ellas son las mejores
karatecas de España y unas de las mejores del mundo. Ana y Mayte son las
actuales Campeonas de España, individual y por equipos, y además han conseguido
el cuarto puesto individual y por equipos en la última Copa del Mundo. Entre
las cuatro han sumado en los últimos cinco años 33 Campeonatos, 12
Subcampeonatos y 17 terceros puestos”. Finalmente presenté a su entrenador y
comenzaron su exhibición de Kárate que captó y mantuvo todo el tiempo el
interés de la audiencia, mientras resonaban en medio del silencio más absoluto
–interrumpido sólo por algún “¡Ooooh!” de exclamación- los clásicos gritos de
las karatecas y los golpes de estas al caer al suelo.
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No obstante la vida da muchas vueltas, nos prepara
inusitadas sorpresas y, entre ellas, una experiencia insólita que paso a
contaros. Se trata de mi postrero, de mi aislado y último contacto con la
Hípica a lomos de un auténtico caballo. Pero ¿qué sucedió? Para compartir con
vosotros esta historia os invito a cerrar los ojos, subir a un avión imaginario
y viajar hasta Argentina.
Por aquél entonces llevaba varios años trabajando en la
compañía de agroquímicos ICI-Zeltia (hoy Syngenta) como Jefe de Publicidad.
Como me ocupaba, entre otras cosas, de colaborar en la organización de viajes y
convenciones, el comercial de Meliá Viajes, con quien contratábamos muchas
veces dichos eventos, me invitó a participar en un inolvidable viaje a
Argentina junto con los responsables de Publicidad de otras compañías. Fue así
como por primera y única vez crucé el charco y visité Buenos Aires y las
cataratas de Iguazú, pero también hubo otra visita: a una auténtica hacienda
argentina, de esas que vemos en las películas, con los gauchos, el ganado... y
los caballos.
Tras la correspondiente visita nos ofrecieron una
espectacular comida a base de asados –como la ocasión lo merecía- amenizada por
un grupo de folklore local. Al terminar la comida nos dijeron que hiciésemos lo
que quisiésemos hasta la hora de la partida, tomar copas con barra libre,
pasear por allí o... montar a caballo.
Naturalmente yo elegí sin dudar esto último y me dirigí
al lugar donde había algunos caballos atados a los árboles, paciendo
tranquilamente. Elegí uno, me acerqué, lo acaricié... parecía manso. Me subí,
cogí las riendas y... ¿Alguna vez habéis intentado arrancar el coche y se os ha
calado? Pues eso mismo me pasó: el caballo no arrancaba. Le di palmaditas, tiré
de las riendas, clavé los talones de mis deportivas como si llevase espuelas,
le chisté para que se moviera... nada, ni un milímetro. Así que al cabo de unos
interminables minutos intentándolo todo, sin conseguir del precioso caballo ni
el más minúsculo movimiento, me bajé del mismo y regresé cabizbajo donde
estaban todos los demás (que habían preferido el deporte de la “barra libre”
tomándose una tras otra toda clase de bebidas alcohólicas). Esa fue mi gran
suerte, que sólo yo había intentado lo de montar a caballo (los demás
prefirieron seguir sentados tomando copas) y nadie vio mis esfuerzos por
arrancarlo para finalmente, vencido y humillado, regresar con el grupo. Como el
que no se consuela es porque no quiere, por lo menos me queda el consuelo de
haber sido uno de los pocos jinetes a los que un día... se les caló el caballo.
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El término “Hípica” se refiere a todo lo relacionado con
los caballos, y en especial con los deportes ecuestres, aunque la asociación
más normal que nos llega a la mente al oír esta palabra es la de carreras de
caballos. Sin embargo la Hípica comprende muchas modalidades además de las
carreras de caballos, están ahí, por ejemplo, las competiciones de doma, de
campo a través, de saltos de obstáculos, etc.
Ya desde pequeño me gustaba aquello de montar a caballo,
bien fuese cuando me llevaba a cuestas mi padre, o cuando cabalgaba montado en
un palo, o cuando me subía “a caballo” del gran y bonachón perro que había en
la finca de mi abuelo, e incluso cuando no había ni padre, ni palo, ni perro,
galopaba sobre un caballo imaginario dándome azotes en el culo mientras decía
“¡arre, arre!” para ir más deprisa.
Afortunadamente el hecho de pasar mi infancia en un
pueblo facilitó que pronto subiera a lomos de los equinos y, en este sentido,
mis primeras andanzas ecuestres fueron en burro. Pero que nadie piense que
aquello era fácil, porque estos animales hacen honor a su nombre y son muy
“burros” y si quieren ir por un camino no hay quien les haga cambiar de idea.
De niño, pues, aprendí a montar en
burro, primero acompañado por algún mayor y después alguna que otra vez, yo
solo. Nunca fueron grandes recorridos los que realicé pero eran, a fin de
cuentas, mis primeros contactos con la Hípica.
Poco después, ya más crecidito, otro gran paso adelante
me esperaba: montar en mula, que son esos hijos estériles de yegua y asno o de
caballo y burra. El caso es que en la finca de mi abuelo, había muchos de estos
animales, los cuales se utilizaban para tirar de los carros, bien fuesen de
paseo (tartanas, tílburis, etc.) o destinados a las faenas del campo (carros,
galeras, etc.). Al principio montaba sobre su grupa cuando estaban uncidos al
carruaje y ya, más tarde, también alguna que otra vez, cuando estaban sueltos.
La Hípica proporciona una comunión entre el hombre y la
bestia, aunque la mayor parte de las veces es más bestia el que monta que el
montado. Esa cercanía y contacto con el animal es una sensación que no dan
otros deportes, a lo que hay que añadir el entorno en que se practica tan noble
y milenario deporte: el campo.
Pero sigamos con la historia, aunque en esta ocasión me
temo que va a ser muy corta. Y la corto porque a los nueve años me vine a vivir
a Madrid, en donde los únicos caballos son de potencia de motor, y ya sólo iba
a Daimiel en los veranos e incluso a partir de los 16 años eran el sexo
femenino y los amigos los que me atraían, más que unos bucólicos paseos por el
campo. Esto quiere decir que me olvidé por completo de la Hípica, con la única
excepción de alguna carrera que fui a ver al Hipódromo.
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